Hace más de veinte años conocí, a orillas del pantano de San Juan (Madrid), a un muchacho, puede que algo menor que yo. Estaba en la recula del pantano buscando carpas en superficie, a mosca, era una curiosa estampa, iba bastante bien vestido e, incluso, llevaba puesto el vadeador. 

Pescaba en “mi sitio”, ya sabéis, uno siempre tiene “sus sitios” preferidos que, desde luego, no son de nadie pero son esos sitios donde no sueles encontrar a gente y donde puedes disfrutar “solo” de la compañía del agua y de los peces sin más problemas ni más presunción. Lugares a los que sueles ir solo y donde no tienes que demostrar nada ni competir con nadie, donde solo escuchas el aire entre los árboles, el agua entre las piedras y tus propios pensamientos.

Y allí estaba Alberto, no llegaba a los 25, con una caña de grafito de alta gama y buena marca, un chaleco americano (de los caros), su sacadera a la espalda y un carrete de carbono made in Italia, lanzando hormigas de ala con una línea de seda, sin mucha suerte, porque en el rato que lo estuve observando tentó pero no logró clavar nada, a pesar de que, en esa zona, los barbos sacaban el lomo del agua hociqueando las orillas.

Lo vi desde los árboles y me quedé observándolo, al fin y al cabo, estaba en “mi sitio” enseguida reconocí a un mosquero y eso, en aquella época, tranquilizaba, los mosqueros suelen ser gente sana, amable y, sobre todo, respetuosa. Pero continué mirando un rato más. Tenía el bajo muy corto y la mosca posaba con mucho ruido, no parecía un experto pescador a pesar de que su atuendo dijera otra cosa. Estaba a punto de hacer un estropicio con dos enormes carpas que pastaban juntas a menos de un metro de la orilla, cuando decidí aparecer para evitar que las asustara también. Ya tenía el equipo montado con una ninfa de marabú con cabeza dorada, se volvió a mirarme y le hice señas. 

Me cedió el lance como esperaba, tuve la suerte de lanzar a algo más de un metro de la carpa más cercana y despacio pasarle la ninfa por delante del hocico y, naturalmente, la cogió cuando estuvo al alcance. Tras soltarla nos presentamos, hablamos sobre las carpas y los barbos, sobre el pantano, sobre las ninfas y los strimers para los ciprínidos y, entonces, me di cuenta de que no tenía cejas. Llevaba la cabeza tapada con un un gorro de esos que tienen un faldón atrás para que el sol no te queme el cuello. Todo el interés que había prestado a su atuendo lo había descuidado de su persona. Se me encendió la luz, aquel muchacho tenía cáncer y se me debió de notar porque me lo confirmo al instante como si hubiera leído mis pensamientos. No hablamos más del tema. 

Pasamos un largo y agradable día de pesca por las orillas de San Juan. Le enseñé cómo hacía yo el bajo y él me enseñó a montarles las alas a las hormigas hechas con foam.  

Alberto me enseñó que la pesca es vida y que da lo mismo si sabes que vas a morir, porque tarde o temprano todos vamos a morir y nada importa tanto como lo que haces mientras recorres tu camino.

Los pescadores somos gente de bien, que evoluciona con los tiempos, aprendemos y cuidamos el medio porque el medio evoluciona también con nosotros. Nunca más me tropecé con Alberto pero lo recuerdo a menudo. Qué mejor muerte que vivir aquel lugar, en aquel momento. Y es que aunque la vida sea el inevitable camino hacia la muerte, hay muchas maneras de andarlo.