A todos los que oyen hablar de Canarias, y de la pesca en sus aguas, lo primero que se les viene  a la cabeza son los reflejos del Atlántico y su fiereza, orillas hechas a base de roca volcánica, sal y un oleaje incesable. Ciertamente esta afirmación tiene bastante de verdad, sin embargo en estas costas se albergan mil y un secretos por descubrir,  a priori descabellados, pero que una vez vividos, demuestran que tienen mucho de verdadero. 

Durante mis inicios en el spinning siempre asocié la profundidad, con la presencia de peces, más grandes y en mayor número. Esto me hizo focalizar mis esfuerzos en batir estos escenarios, muy abundantes en las islas, regalándome grandes momentos con el paso de los años. Sin embargo hubo un hecho que marcó un punto de inflexión en mi forma de ver la pesca, mi estancia en las Islas Baleares.

Durante dos años viví en la capital de este precioso archipiélago y pude aprender que no todo en la vida del pescador era el acantilado, la profundidad y los jigs; una nueva puerta se abrió ante mis ojos al comenzar a prospectar los bajíos mallorquines. Una pesca radicalmente opuesta a la que solía realizar, cambiando los grandes fondos por apenas unos palmos de profundidad, la bravura del Atlántico por la calma mediterránea, los jigs por los señuelos de superficie… 

Este último punto, la pesca a superficie, generó en mí una de las mayores adicciones que he sufrido. Siempre leí acerca de lo alucinante que resultaba buscar a los peces de esta forma e intentar hacerlos romper la capa más superficial de la columna de agua para que atacasen tu artificial.

Sinceramente nunca le tuve demasiada fe, y es que los entornos que solía frecuentar ponían más dificultades que facilidades para poder mover correctamente un popper, un paseante… Sin embargo, el mar balear me regaló un entorno idílico, aguas totalmente calmas y sin corrientes, donde pasar jornadas enteras moviendo un paseante pasaba a ser una auténtica delicia. 

Otra de las grandes diferencias, era que las jornadas transcurrían a menudo dentro del agua. La presencia de bajíos muy someros, donde la profundidad era muy complicada de adquirir, provocaba que aventurarse en llanuras infinitas fuese nuestro pan de cada día. Estar con el agua hasta la cintura en verano o principios de otoño se podía tolerar y hasta disfrutar, pero una vez llegados los meses fríos, era cosa de valientes, o más bien de kamikazes. Fue ahí cuando comencé a familiarizarme con un utensilio usado sobre todo para la pesca fluvial, pero que resultó ser fundamental;  hablamos del vadeador.

Este traje, de aspecto poco atractivo y quizás a priori tosco, posee una infinidad de ventajas entre las que destacaba la comodidad de poder pescar durante horas sin preocuparte de la fría agua. Esto me permitió pasar jornadas enteras recorriendo playas kilométricas, de agua cristalina, dentro del agua (algo a lo que me hice un auténtico adepto).

Levantarte a primera hora de la mañana, llegando al pesquero antes del despuntar del alba. Una temperatura externa que no sobrepasaría los 10ºc, enchufarme mi vadeador, entrar en el agua y comenzar a caminar hasta el mediodía, moviendo con un equipo ligero pequeños paseantes mientras esperaba la deformación que generaba en la superficie la persecución de un palometoncete…

Pase literalmente a dedicar la totalidad de mis jornadas a este cometido, hasta que finalmente,  acabó mi tiempo en Baleares, y tocaba regresa a mi archipiélago canario. En ese momento me sentí algo triste, consciente de que esas jornadas tan divertidas que estaba pasando en el Mediterráneo, quedarían en el olvido una vez volviese a la bravura del Atlántico… Sin embargo, estaba muy equivocado.  

El mayor punto de inflexión sucedió uno de estos días que vas con la mente puesta en tomar el sol, y disfrutar de un día de playa, pero te llevas la caña por el “por si acaso”. Aquel día no podía parar de ver la orilla que tenía ante mí, la cual me recordaba enormemente a esas zonas del Mediterráneo que había frecuentado los últimos años. Mi mente pensaba que en ese lugar tan somero era imposible que hubiese depredadores, no para el equipo que andaba utilizando, sin embargo el ansia me pudo. 

Decidí enfundarme mi vadeador y anudar un popper en busca de alguna sorpresa. Empecé a caminar mar adentro, tal y como hacía en los bajíos mallorquines, hasta encontrar una pequeña piedra que sobresalía a unos pocos centímetros de la superficie. Me asiento bien, y comienzo a lanzar. Seguía dándole vueltas a qué hacia ahí metido, en un sitio donde a rockfishing quizás sí que tendría papeletas de hacerme con algún pez, pero que a spinning…

Todas mis dudas se disiparon de un plumazo, cuando en el infinito, el agua transparente se convierte en una bola de espuma, y una gran cola asoma por fuera del agua. Ahí intento clavar al pez, sin embargo erro la picada. Pero eso era lo menos importante, y es que no daba crédito a lo que acababa de presenciar: el ataque de un gran depredador, ¿en qué? ¿80 cm de agua totalmente transparente? 

Esa noche no paré de darle vueltas a la cabeza, de cómo era posible que ese pez se hubiese metido en un agua tan somera. Sin embargo, pensándolo en frío era lógico, ya que era en esta agua donde se refugiaban las lisas, salemas, sargos y otros peces pasto. Solamente había una manera de salir de dudas: ¡Regresar y volver a intentarlo!

Así fue como pasado unos días me volví a plantar en este lugar y volví a repetir la misma jugada, un buen popper y ver si se volvía a repetir mi suerte. El resultado fue mi primer buen ejemplar vadeando, y a superficie, un momento inolvidable que generó en mi cabeza un “click”; había encontrado algo que me apasionaba enormemente: buscar mis peces predilectos, en aguas someras y a superficie.

Desde entonces han sido muchas las jornadas en las que me he dedicado en cuerpo y alma a este cometido, donde las anjovas han sido las auténticas reinas de la fiesta, sin embargo, la pesca en aguas someras no ha dejado de sorprenderme, en cuanto a especies se refiere cosechando prácticamente todo el abanico de posibilidades: anjova, sierra, jurel canario, etc. 

Este tipo de pesca me volvía cada vez más adicto, comencé a pegarme días y días dedicándome única y exclusivamente a esta. Daba igual el viento, el calor, el frío, la hora… solamente me dedicaba a lanzar y lanzar, disfrutando de unas experiencias realmente únicas.

Debido a mi dedicación cada vez mayor, mi equipo convencional debía cambiar, encontrar el término medio entre el equipo ligero del Mediterráneo, y el potente del Atlántico, que me permitiese estar 10 horas lanzando sin fatiga, pero que a su vez cuando un pez en condiciones decidiese atacar, tuviese opciones suficientes de ganar la batalla. La caña de 2.7 m menguó hasta los 2.4 m, reduciendo su acción desde los 60 hasta los 40 gr, mientras que el carrete pasó de un tamaño 4000 Daiwa, a un 4000 Shimano.

Con esto ya tenía mi arma definitiva, podía pescar sin fatiga ninguna y tener la suficiente seguridad como para poder pelear buenos peces. Esta reducción también me permitió incluir una nueva variante en mis equipos, una nueva tipología de señuelo con el que había disfrutado mucho en sus tallas inferiores y que ahora quería disfrutar en su mayor tamaño. Hablamos, cómo no, del paseante. 

Siempre ha sido el popper, mi señuelo de superficie favorito, es el señuelo con el que más cómodo me siento, y el que me ha regalado mayores alegrías. Los skipping lure, en función de su morfología, también son señuelos que pueden llegar a enloquecerme de sobremanera, pero con los paseantes tenía una espina clavada, y es que siendo sinceros, no resulta viable mover paseantes cómodamente con una vara de 2.7 m, pesada, y con un carrete más propio de shore jigging.

Puedes hacerlo durante un rato, ¿pero prolongarlo en el tiempo? Al final acabas optando por otra opción. Sin embargo al recortar la longitud y acción de la caña, y el peso del equipo, había ganado una nueva baza a la hora de afrontar mis jornadas. 

Recapitulando, habíamos pasado de los acantilados, la altura y los equipos de shore jigging, a los bajíos, vadeadores y los equipos medios. Aunque la primera opción sea la más habitual en mis queridas islas, probar algo diferente puede regalar grandísimas sorpresas ¿Lo más gracioso de todo?

Pensar que todo esto comenzó por una casualidad, por un día donde probé sin fe algo que no cuadraba en ese lugar, y resultó ser el comienzo de algo que, ahora mismo, llevo en vena y me es imposible olvidar.

Antonio Lebrancho